sábado, 26 de septiembre de 2015

UN TOQUE AL TIEMPO




¿Es posible que el tiempo no sea una flecha? Una flecha uni-
direccional, que vuela del pasado al futuro, quiero decir. Una
metáfora aún más exitosa que la del río de Heráclito. (Estuve
leyendo a los presocráticos estos días, y volví a encontrarme
con el fenómeno de las simpatías mayores y menores, ya que
en este caso no hubo antipatías importantes. ¿Simpatías? Je-
nofonte. Parménides. Sí, Heráclito también, ese fulano tremen-
samente misterioso.) Por 'exitosa' quiero decir: que la cree y
comparte 'todo el mundo'.
 Para los chinos antiguos -supongo que a los de hoy los rige el
reloj tanto como a cualquiera, o peor- no hay tiempo, sino
tiempos. Tiempos propios, interiores a las cosas. Para ellos
el acontecimiento no ingresa en la línea del tiempo, sino que
crea su propio tiempo. Y también su propio espacio. O su
propia intersección entre espacio y tiempo.
 Lo que quiero decir es que somos prisioneros profundos de
la concepción occidental del tiempo. Convencidos innatos. Confucio decía que "para gobernar un estado lo primero que
se necesita es hacer correctas las denominaciones". Chuang
Tzu, el otro maestro del Taoísmo, dice que entonces es posible acusar a alguien de "rectificar las denominaciones (...) a fin de
cambiar el mundo".
 En otras palabras, para la tradición filosófica china, las co-
sas no suceden en el tiempo, lo hacen.

 Como hace poco alguien hablaba de los mapuches, agrego
ahora la concepción que ellos tenían/tienen del tiempo. ¿Ya
pasó el tiempo de los mapuches? Odiosa pregunta. Para ellos
el tiempo no es unidireccional tampoco. No viaja de pasado
a futuro, sino que a veces pueden estar atrás y adelante alter-
nativamente. El mapuche vive el presente en una realidad de
continuo movimiento cíclico. El We tripantu de la nación ma-
puche es un renacimiento natural, el término del año es el ini-
cio de una nueva vida (en este caso el año nuevo corresponde
a la mañana siguiente al día más corto del año, es decir el 24
de junio). Todo para ellos está interconectado, nada está se-
parado del todo.
 Tampoco en el Antiguo Egipto se percibía el tiempo como
una magnitud ordenada que transcurriera hacia el futuro, sino
como un fenómeno que combina dos aspectos: la repetición
cíclica, otra vez, y la duración eterna. En sus términos: el
Neheh y la Djet.

 En un documental que vi hace un tiempo, un cronista viaja-
ba hasta el lugar más remoto de China, donde había un famo-
so centro de Kung Fu, el más importante del mundo. En él,
los monjes -a quienes se ve en sus ceremonias religiosas- di-
viden sus tareas entre las místicas y las de docentes de ese
arte marcial. Recorren los patios de tierra en los que se dan
las clases, como dije, en el medio de un paraje remoto, lejos
de la civilización. Y, mientras andan por un senderito de tie-
rra, el entrevistador le dice al monje: "Acá se respira otro
aire, seguramente ustedes viven con muchísimo tiempo". El
monje, sonríe, y contesta: "No vaya a creer", -mientras saca
de la cintura el ululante celular- "éste suena a cada rato y no
tenemos tiempo para nada."

 Recuerdo ahora una asociación entre los lugares y el tiempo
que hace Curzio Malaparte en su Diario de un extranjero en
París. Decía algo así como que París no produce la sensación
de eternidad que producen tanto la naturaleza como algunas
otras ciudades (menciona a Atenas y a Roma). Y comenta
que París produce una sensación de brevedad, de algo provi-
sional, fugaz. Que allí los seres tienden a aprehender el ins-
tante fugitivo, como él lo llama.
 También estamos entre los brazos férreos de la época (otro
nombre del tiempo).

 El tema del tiempo es indisociable de cualquier reflexión
mínimamente filosófica acerca de la vida humana. Esa es-
piral por la cual vamos y venimos, esa presencia de los re-
cuerdos, esa aspiración por parte de aquello que llamamos,
por no tener 'más correctas denominaciones', el futuro. "El
instante, dice un sufí, corta las raíces del futuro y del pasa-
do", escribió Bataille. ¿Al mismo tiempo? ¿Es concebible,
más allá de la belleza de la expresión, ese instante? ¿O es el
objeto perdido que no terminamos de buscar? ¿El ágalma
griego, el a lacaniano?

 Todo el tiempo el tema del tiempo.
 La idea del vivir como un río que pasa, o la del botecito
en el río o la del mojarse o no en el agua del tiempo.
 También se le llama 'tiempo' a nuestros tiempos.

 Tal vez escribo esto por haberme quedado con ciertas sen-
saciones no tan amables después de Questo strano dolore.
 Me surgió una ironía, al respecto: 'tal vez la verdad sea la
mañana -el "decorado" como la llamó Bernhard- y la noche
miente al hablar de desolación y muerte'. De esa angustia
viva, como quien dice "la inquietud de estar parado en un
lago con pirañas".
 Tal vez lo escribo porque ambos textos me delatan sumer-
gido en el tremendo misterio del paso del tiempo. La sus-
tancia misma de la poesía, se me ocurre decir. Y de la an-
gustia, ¿no? Es muy posible que la poesía sea angustia pro-
cesada.

 Por eso también, el anhelo de volverme un contemplativo.
Imaginar el recorrido de la existencia como un viaje hacia
una terraza, una prominencia del terreno en todo caso, des-
de el cual se puede observar mejor. Lo cual implica, claro,
"intentar comprender algo".

 descubrir las fuerzas ocultas                          en las flores

 Estiraba esa idea
      como un delgado tentáculo de sueño
          que a veces duraba todo un día
              que a veces pasaba al sueño siguiente
                   y creía que había al menos unas cuantas ideas
                          de esas provenientes de los primeros sueños
                                 de la infancia que seguían hilándose a lo
                                      largo de esto que ya no sabía cómo se
                                                          llamaba.

 Dos cosas de Wittgenstein en Diario Filosófico (1914-16):
"El yo es lo profundamente misterioso". "Es verdad: el hom-
bre es el microcosmos. Yo soy mi mundo."

 Pero tal vez también escribo esto porque releí la maravillosa
novela de Renate Dorrestein, Álbum de familia, que refiere
la historia de Ellen, que a los 37 años, y embarazada y recien-
temente separada, en un momento de gran desorden en su vi-
da, decide repasar la trágica historia de su familia de origen.
Lo hace a través del álbum de fotos, intentando entender qué
pasó (y por qué pasó) ese día, cuando ella tenía 12 años y se
desencadenó el horror. Es un relato que estrangula el aire. Al
final del cual, escribe Dorrestein lo siguiente:
 Esta noche pone la mesa, mientras yo escojo bayas de ene-
bro con el tenedor. Mi vientre roza la cocina y enseguida
unos coditos me golpean en señal de protesta, las pequeñas
rodillas se mueven, y los pies patalean. Allí dentro hay mucha
vida. Ésta sí que tiene ganas. Ya casi no puede esperar.
 -¿En qué piensas?- pregunta Bas.
 Me quita el tenedor de las manos y me mira interrogante. No
es un santo: si le provoco demasiado, lo perderé. Somos sim-
plemente dos personas que intentan juntas y con cuidado sa-
lir adelante lo mejor posible, como todo el mundo.
 -Sigo sin decidirme -le contesto-. Tengo una lista larga como
mi brazo, pero no puedo elegir.
 -A ver esa lista -dice, reduciendo la llama debajo de las pata-
tas-
 Sigue sin poder hacer dos cosas a la vez. Eso me enternece.
 Le entrego la hoja de papel.
 -Dilo tú -le digo-. Decide tú cómo la llamaremos.

 Eliade sugiere que en la época mítica todo era posible. Que
tanto las formas como las especies no estaban aún fijadas,
y eran 'fluidas'. Habría entonces un fin posible de la tempora-
lidad, constituido justamente por el retorno ("El eterno retor-
no") de ese estado mítico. Las fases del ciclo de la vida: no
manifestación/ manifestación/ no manifestación. Al parecer
los egipcios lograron simbolizar de una manera preciosa y
visual, este proceso: hablaban del transcurso del sol y de su
"viaje nocturno por el mar".

 Templarse y contemplarse serían las maneras de navegar
'con más aire' el imparable río-mar del tiempo.


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