martes, 10 de enero de 2012

MOLTENI

¡Ah, Molteni! Molteni sin agudezas.
Su mayor talento (M. era algo gordo) era inflar la cara al
doble de su tamaño habitual (y tenía cara grande). Con los
ojos bien cerrados y los labios apretados hacía fuerza y re-
fuerza desde adentro y su cara (¿y cráneo?) se dilataba,
al tiempo que tomaba una coloración rojo violácea, como
si estuviese a punto de explosión.
Era como si juntase toda la sangre del cuerpo en la cara.
Y entonces, bien llena, la sacudía y los cachetes y la pera
cimbraban -con cierto peligro, diría ahora- y todo eso duraba
unos minutos, y al parecer lo hacía para divertirnos y porque
era lo que mejor sabía hacer para atraer nuestra atención.
No, nadie sabía lo que pasaba en la casa de nadie.
Pero no creo que fuese bueno lo que pasaba en la casa de
Molteni.
Hacia el final del primer curso, se hizo notorio que con sus
calificaciones, Molteni ya no iba a estar con nosotros al año
siguiente.
Y así resultó. Intentó dar las numerosas materias que había
reprobado, en diciembre, con muy magros e insuficientes re-
sultados.
Igual apareció en la fiesta de fin de año.
Celebración para casi todos, excepto Molteni, ya que los
pocos que, como él, no habían pasado de año, no aparecieron
esa noche.
Jolgorio, cánticos, burlas, la estupidez humana dando una
muestra colectiva rutinaria y muy perdonable en unos 30
chicos de entre 13 y 14 años, que se sienten grandes y a salvo
del mundo por un rato.
Entonces alguien, no sé quién, le pidió a Molteni, a modo de
despedida supongo, aunque no lo dijera, que repitiera su acto.
Se negó un par de veces, entre tímido (como era) y convenci-
do, pero cuando los insistentes ya casi habían desistido, Mol-
teni empezó a inflar el rostro de sangre rojo violácea. Y lo
hizo, esta vez, durante más tiempo que de costumbre. Un
tiempo que a muchos de nosotros nos pareció demasiado lar-
go. Pasaron/pasamos, del festejo desatado, a la angustia. Mol-
teni seguía acumulando. Apareció un ligero pero extensible
temblor en su lívido y concentradísimo cuerpo. Sudaba, con
el traje azul y el cuello de la camisa blanca con corbata finita
y oscura, que parecían estar ahorcándolo.
Y luego no vinieron los resoplos habituales.
Esa vez Molteni abrió los ojos con una expresión entre asom-
brada y desorbitada y su gruesa boca estalló de pronto en un
grito aterrador.
Un grito que nos paralizó la sangre a todos los que estábamos
en ese salón: chicos y grandes.
Fue un grito imposible, que quedó rebotando largo rato en las
ventanas de la sala y que sigue resonando hasta hoy, estoy se-
guro, aunque sea muy levemente, en cada uno de los que está-
bamos ahí, con él.

¿CUÁNTAS NAPAS TIENE UN RELATO?

¿Qué pasó con Molteni? ¿Qué fue de su vida?
¿Y los otros, ese 'nosotros' que queda por fuera o alrededor
de Molteni?
Cruces de la vida. ¿Cuántas veces íbamos a vernos de nue-
vo, cualquiera de aquellos que fuimos?
¿Cuáles murieron?
¿Es cierto que Molteni fue otro desaparecido?
Cómo nos cruzó el Proceso a cada uno.
Quiénes en cada bando.
La familia de Molteni.
¿Es cierto que el padre estaba loco? ¿Loco violento, como se
ha oído decir?
Que tenían una colonia de palomas en el altillo.
Que la madre estaba tan deprimida (¿por la locura violenta
del padre?) que apenas se levantaba de la cama.
Que el padre de Molteni mató al perro de la familia a palos,
porque le mordió una silla.
Que Molteni intentó envenenar a sus padres y a sí mismo.
Algunos: que Molteni era hijo único, de padres grandes.
Otros: que Molteni tenía un hermano mayor, que había se-
guido la carrera militar. Y que no iba a la casa desde hacía
rato, para no tener que matarse con el padre.
Mucha muerte en el relato de Molteni.
¿Qué nos esperaba a todos, allá adelante?
Cartografía del 'allá adelante' de cada uno.
Matrimonios, carreras, trabajos, hijos, enfermedades, acci-
dentes, migraciones.
No todos llegamos, pero a todos los que llegamos nos cruzó
el Proceso.
La situación económica de cada cual. Algo en lo que no pen-
sábamos, creo, conscientemente, en esos tiempos.
Escuché versiones de que Molteni "didn't make it".
Así hablaba un amigo de aquellos, en inglés, cuando era un
tema difícil.
Vivían cerca. Se comentaban cosas en el barrio.
Vivíamos en barrios.
Pasaron tantos colectivos, tantas tormentas, tantos asaltos,
Fiestas, carnavales, campeonatos en el barrio.
¿Quién sigue viviendo en la misma casa?
¿Cuántos se divorciaron, están solos, tienen nietos, viven
en otros países, sufren de cáncer, se hicieron famosos?
Molteni murió joven. No, Molteni se suicidó.
¿Habría que darse cuenta de muchas más cosas?
¿Nos ocupamos infinitamente poco de los que nos rodean?
Molteni, ya en el colegio, era el prójimo.
Como todos nosotros. Salvo los amigos.
¿Qué amigos de aquellos se siguen viendo?
Algunos encuentros programados. Aniversarios.
¿Qué clase de contacto es contarse en qué anda cada uno?
¿Qué se cuenta? Unas pocas frases. Mucha escondida. Sobre
todo, éramos eso, los hombres. El poder y el miedo.
¿Quién creció?
Los hombres tienden a permanecer chicos en muchas cosas.
La mayoría. Salvo en la guita.
Joda y cosa seria. Esa línea.
La política, esa otra línea. El fútbol.
La mujer de cada uno. Su casa. Su vida interior. Su vida ín-
tima.
Molteni nunca tuvo novia, me cuenta alguien.
Cada rostro de esa foto del curso completo.
Las demás fotos, los demás cursos.
Todos nosotros, todos ellos.
El tiempo nos pasó su peine. Nos empujó a nuestros destinos,
hizo cosas muy extrañas con nuestras ilusiones, con nuestros
sueños.
¿Todos teníamos sueños?
¿Y qué otra cosa podíamos tener?
¿O acaso alguno se asomaba por encima de la elevada pared
que ocultaba el porvenir?
Relatos. Y luego estaban los hermanos. Y los padres.
El mundo: esa máquina de urdir.
Los amores, los dolores, los casamientos, las pérdidas,
los nacimientos, los abortos, las vacaciones, las operaciones,
los laburos, los estudios, los fracasos, los recuerdos, las emo-
ciones.
Molteni vuelve a gritar en ese salón bullicioso.
¿Qué pasó con sus vidas, hermanos?
Eramos hermanos de muchas cosas, pero no lo sabíamos.
¿Una pizca de intuición? No se usaba.
Apodos, cargadas. ¡Cuánto esquive, compañeros! ¡Cuánta
gambeta!
Molteni no estaba en el coro, no jugaba al ajedrez ni a la pe-
lota, no estudiaba. Nos dábamos cuenta pero no nos dábamos
cuenta.
Una vuelta de tuerca. ¿Cuántos supieron darle una vuelta de
tuerca a la cosa?
A veces nos cruzamos. Extraños conocidos, conocidos extra-
ños.
¿Qué quería cada uno, realmente, realmente?
¿Qué quería Molteni?
Sí, ahora que lo digo, quería eso. Eso quería Molteni.
La noche del grito debimos darnos cuenta.
Pero, ¿y entonces?

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